EL
TURNO DE ANACLE
Galo Galarza
Mañana vos a matar al abuelo, me
dijo Anacle, y me enseñó una soga lista para ahorcar. Yo bajé los ojos y le
dije: me da miedo. Él me sujetó la barbilla con fuerza, me soltó un insulto y
repitió: mañana vamos a matar al abuelo. Cuando alcé mis ojos y vi el suyo,
sabía que la sentencia era inevitable. Entonces ya no me quedó más remedio que
aceptar su perverso veredicto y le respondí quitándome sus dedos de encima:
está bien, mañana pero con la condición de que el abuelo no sufra. No sufrirá,
todo será cosa de segundos, te doy mi palabra, dijo Anacle para cerrar el
diálogo. Me sonrió cínicamente y se fue silbando por los corredores de la casa,
al tiempo que agitaba la soga anudada, a manera de una cachiporra. Anacle… me
quedé diciendo, ya sólo para mí, no te dejaré que mates al abuelo, aunque yo
mismo te haya dado esa maldita idea.
Vos serás obispo, me decía
el abuelo un poco antes de que le cayera la enfermedad, tus ojos tienen espacio
suficiente como para cargar con todas las culpas de la familia y tu dedo, el de
llevar anillo, tiene la gordura adecuada corno para recibir los besos que te
darán los fieles. Otras veces me decía: vos serás obispo Manuel porque en tu
boca veo la malicia de los que nunca pueden tener a lo largo de la vida una
misma mujer en la cama. Vos eres vago, Manuel nunca podrás responsabilizarte de
los hijos que engendres, no podrás darles tu apellido, vos serás obispo Manuel.
Y yo le decía: no abuelo, yo seré aviador, yo quiero ser aviador para tirarles
bombas desde el cielo a las iglesias, para que no haya obispos; yo nunca seré
obispo, aunque usted quiera y mamá quiera, yo sé que si viviera mi papá, él me
apoyaría en mi deseo de ser aviador. Tú voy a volar bien alto abuelo, más alto
que las palomas, le juro. Y él se enojaba y me daba coscorrones, o sino me
pellizcaba los cachetes hasta hacerme llorar. Entonces yo creía odiarlo.
Anacle es hijo de mi tía Rita y él
fue quien me enseñó a saltar sobre las tapias y a destripar los gatos, él
también me enseñó por donde paren las mujeres y por qué paren, con él aprendí a
fumar hojas de periódicos y a trepar árboles, por grandes que estos fueran.
Anacle me defendía en la escuela de los que querían pegarme o se burlaban de mi
excesiva gordura. Él fue como el hermano que nunca tuve, yo sin él no habría
conocido nada de lo que ahora conozco ni habría sabido nada de lo que ahora sé.
Por eso lo quiero y lo respeto pero también le temo.
Yo le he visto hacer cosas muy
malas, por ejemplo eso de matar los gatos es cosa bien fea en él: los busca,
los acecha, los enlaza, los ahorca, los destripa, los entierra. Y yo le ayudo
en la tarea, no puedo dejar de ayudarlo porque de lo contrario me acusa de
maricón y no me defiende de los que quieren pegarme. De Anacle dicen que es el
mejor trompón de toda la escuela y por eso nadie se mete con él; pero,
definitivamente, hace cosas muy feas y también mata a otros animales, por
gusto, por malo: rompe los huevos de los nidos o si no los huequea con una
aguja y me obliga a chupar el interior o él mismo se lo chupa; aplasta a las
filas de hormigas, las destruye saltando sobre ellas al tiempo que se ríe a
carcajadas, es como si odiara la vida, sobre todo la vida pequeña, la
indefensa. Y su odio a los gatos es porque cuando él era niño, de andar
gateando, la gata Fefa del abuelo, una angora blanca a la que se había mimado
demasiado, le pegó un rasguñón tan tremendo en la cara que le dejó una lacra
imborrable cruzada sobre la frente y un ojo de menos. Esa mutilación es la que
lo hacía malo. Tuerto anormal, le decía la tía Rita siempre que le reprochaba y
Anacle se remordía y lloraba. Y el abuelo lo detestaba, éste no es carne de mi
carne ni sangre de mi sangre, decía, a este tuerto lo engendró el diablo. Le
había prohibido hasta la entrada en su cuarto y, si alguna vez lo veía, se
llevaba las manos a los ojos simulando que se los tapaba y gritaba uuuuyyyyy el
tuerto. Y Anacle volvía a llorar por el único ojo, porque después de todo él
también era un niño.
Posiblemente el abuelo cargaba esa
enfermedad desde mucho antes, pero recién comenzó a presentársele con más
fuerza cuando llegó a la última etapa de su vida. Esa enfermedad horrible que
le iba devorando miembro por miembro a medida que corrían los meses. Primero
los dedos de los pies, después de los talones, las pantorrillas, las rodillas,
todo. Y el viejo desesperado, más loco de lo que siempre estuvo, se pasaba
gritando, más bien aullando, encerrado en una habitación apenas iluminada por
una claraboya a la que solo teníamos acceso mi madre y yo. Ella para
alimentarlo y asearlo y yo dizque para consolar su dolor. En ti creo Manuel,
comenzó a decirme una época en los ratos cuando no estaba gritando de dolor,
vos eres mi única esperanza, vos serás obispo y traerás a Dios a esta casa.
Pero cuando gritaba era desesperante, los gritos le entraban a uno por todo el
cuerpo, quedaban vibrando adentro, hacían doler la cabeza. Yo me tapaba los
oídos con las dos manos pero era inútil los gritos me entraban entre dedo y
dedo y el efecto era igual que silos oyera a oreja pelada. Mamá lloraba y decía
señor apiádate de él llévatelo, no lo hagas sufrir así, mándale la muerte como
una bendición, y desde que oí eso a mamá, me entró la idea de malar al abuelo.
Anacle —le propuse una tarde que
regresábamos del vado— por qué no matamos al abuelo.
Él se quedó mirándome con su único
ojo de arriba a abajo, dio un paso hacia atrás y preguntó entre balbuceos:
¿có-mo-có-mo-ma-tar-al-abue-lo? Sí —le respondí seguro de lo que decía— porque
esa enfermedad que tiene lo hace sufrir mucho.
Y porque es un viejo de mierda también
—dijo Anacle ya repuesto de la sorpresa y más bien resuelto, inflado su
instinto malévolo, dispuesto a llevar a cabo mi propuesta con rapidez, con la
mayor eficacia. Bien, dijo después de un prolongado silencio, matemos al
abuelo, vos por piedad y yo por venganza, este viejo miserable se ha burlado de
mí con exceso, me ha humillado, me ha despreciado. Pero tampoco te hagas el
inocente Manuel, porque vos también lo odias, no es por piedad la tuya, como
ahora me dices, vos me contaste una vez, acuérdate, que lo odiabas porque él
quería hacerte obispo a la fuerza, y vos bien sabes que con el abuelo muerto
podrás hacer lo que quieras. No es solo piedad la tuya, los dos vamos a matarlo
por gusto, como matamos a los gatos. Y a medida que Anacle iba hablando, a mí
me fue entrando un miedo tremendo, un miedo de Anacle, de mí mismo, por la idea
espantosa que había inculcado en él. Comencé a sentirme culpable, me sentí ya
asesino del abuelo. Entonces decidí escaparme de Anacle, busqué pretextos para
no encontrarme con él, simulé una enfermedad para no ir a la escuela, tampoco
podía ver al abuelo, no tenía el valor de mirarlo después de lo que acordamos
con Anacle, tampoco podía dormir, las pesadillas me asaltaban apenas cerraba
los ojos. ¿Qué te pasa Manuel? me interrogaba mi mamá, vos no estás enfermo del
cuerpo, como dices, sino del alma, anda confiésate, algún pecado grave has
cometido, mi Manuel, algo te traes entre manos con el tuerto ese anormal de tu
primo, si no por qué le corres, cuéntame a mí para yo hablar con mi hermana
Rita y que le castigue si ha hecho algo malo, háblame. Pero yo no podía hablar,
cómo hubiera podido contarle a mamá lo que había ocurrido, y para no despertar
más sospechas, regresé a la escuela, me encontré con Anacle en los corredores y
él me dijo en cuanto me vio:
Mañana vamos a matar al
abuelo.
Y me enseñó aquella soga
anudada y su ojo perverso; entonces, así como se me ocurrió matar al abuelo
cuando oí a mi madre que clamaba para que cesara su sufrimiento, también
resolví impedir que Anacle lo matara, aunque le dije para evitar su ira que sí,
que mañana lo matamos, con la condición de que él no sufriera. Al día
siguiente, apenas amaneció, yo me llegué hasta el cuarto del abuelo y allí me
instalé junto a él, a oír sus gritos horribles y escuchar las esperanzas que
ponía en mí.
Hace rato que no venías ni Manuel,
tu mamá me dijo que estabas enfermo, qué tenías hijo, ven acércate, ven a mi
lado, consuela a este pobre viejo, qué te pasa que no te acercas, Manuel...
Anacle llegó a las once de la
mañana, cuando no había nadie en la casa, entró sigiloso, abrió ligeramente la
puerta del cuarto y al mirarme exclamó en voz baja:
Ah, ya estás allí mariconcito,
pensé que te habías arrepentido.
El abuelo entreabrió sus ojos, vio
a Ánade y presintió algo malo. Se quedó muy quieto tratando inútilmente de
alcanzar mi mano. El tuerto, musitó, el tuerto Ánade, qué quiere aquí, no lo
dejes entrar Manuel, no lo dejes que está endemoniado. Ánade se paró al filo de
la cama, se levantó la camisa y comenzó a desanudar lentamente la soga que
llevaba atada en torno de su cintura. Cuando acabó la operación, alzó la soga
anudada en forma de horca y dijo, dirigiéndose al abuelo:
He venido a matarte viejo cabrón.
Vamos a matarte Manuel y yo. Vamos a cobrarnos.
El abuelo gritó, se revolvió en su
lecho. Me llamó implorante. Nadie, sin embargo, se percataría de sus gritos:
todos en la cuadra estaban acostumbrados a sus terribles alaridos. Yo temblaba.
Anacle se subió de un salto sobre la cama, enlazó al abuelo por el cuello con
extrema temeridad, sin que éste pusiera ninguna resistencia, y comenzó a
apretar el nudo. El abuelo dejó de gritar y trató de buscar con su mirada extraviada
mis ojos. Manuel, alcanzó a balbucear. Entonces ya no pude aguantar más y me
puse de pie.
Anacle alzaba al abuelo, poniendo
en la empresa toda su fuerza y energía, por eso nada pudo hacer cuando yo,
desde atrás, lo golpeé en la espalda con el fierro que siempre tenía el abuelo
bajo su cama. Anacle se cayó hacia un lado, tocó con su cuerpo primero el filo
de la cómoda y después el suelo, donde se quedó inmóvil, quejándose. El abuelo
todavía vivía. Yo me arrodillé a su lado, le zafé la atadura y comencé a
acomodarle en la cama, cuando de pronto sentí que por debajo de las cobijas
salían sus manos artríticas, semejantes a raíz de árbol, y se agarraban de mi
garganta con una fuerza tremenda, desesperada y, en seguida, comencé a sentir
que me moría, que me faltaba el aire, que ya no podía respirar, y no sé cómo,
estiré la mano hacia un lado y alcancé a sujetar el fierro con el que golpeé a
Anacle y con las últimas fuerzas, que tampoco sé de dónde me salían, estrellé
contra la cara del abuelo la varilla de acero: su rostro se abrió como una
fruta de agua, sus manos se soltaron de mi cuello. Anacle, puesto ya de pie,
mirándome orgulloso con su único ojo, perdonándome por el golpe que le di,
exclamó con soma;
Sigamos Manuel que todavía vive.
Ahora es mi turno.
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