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sábado, 27 de septiembre de 2014
viernes, 19 de septiembre de 2014
MINI CUENTO 50
Después del primer beso comprendieron lo difícil que iba a
resultarles respirar a partir de entonces. Anna Casanovas
MINI CUENTO 38
Cuando se le acercaba
la sombra del amor, encendía la lámpara de su sentido. Alberto Martín
MINI CUENTO 36
El gato de Dorian Grey permanece eternamente joven mientras
algunas de sus vidas se van arrugando. José Luis Zárate
CUENTO 3 3BGU
EL
TURNO DE ANACLE
Galo Galarza
Mañana vos a matar al abuelo, me
dijo Anacle, y me enseñó una soga lista para ahorcar. Yo bajé los ojos y le
dije: me da miedo. Él me sujetó la barbilla con fuerza, me soltó un insulto y
repitió: mañana vamos a matar al abuelo. Cuando alcé mis ojos y vi el suyo,
sabía que la sentencia era inevitable. Entonces ya no me quedó más remedio que
aceptar su perverso veredicto y le respondí quitándome sus dedos de encima:
está bien, mañana pero con la condición de que el abuelo no sufra. No sufrirá,
todo será cosa de segundos, te doy mi palabra, dijo Anacle para cerrar el
diálogo. Me sonrió cínicamente y se fue silbando por los corredores de la casa,
al tiempo que agitaba la soga anudada, a manera de una cachiporra. Anacle… me
quedé diciendo, ya sólo para mí, no te dejaré que mates al abuelo, aunque yo
mismo te haya dado esa maldita idea.
Vos serás obispo, me decía
el abuelo un poco antes de que le cayera la enfermedad, tus ojos tienen espacio
suficiente como para cargar con todas las culpas de la familia y tu dedo, el de
llevar anillo, tiene la gordura adecuada corno para recibir los besos que te
darán los fieles. Otras veces me decía: vos serás obispo Manuel porque en tu
boca veo la malicia de los que nunca pueden tener a lo largo de la vida una
misma mujer en la cama. Vos eres vago, Manuel nunca podrás responsabilizarte de
los hijos que engendres, no podrás darles tu apellido, vos serás obispo Manuel.
Y yo le decía: no abuelo, yo seré aviador, yo quiero ser aviador para tirarles
bombas desde el cielo a las iglesias, para que no haya obispos; yo nunca seré
obispo, aunque usted quiera y mamá quiera, yo sé que si viviera mi papá, él me
apoyaría en mi deseo de ser aviador. Tú voy a volar bien alto abuelo, más alto
que las palomas, le juro. Y él se enojaba y me daba coscorrones, o sino me
pellizcaba los cachetes hasta hacerme llorar. Entonces yo creía odiarlo.
Anacle es hijo de mi tía Rita y él
fue quien me enseñó a saltar sobre las tapias y a destripar los gatos, él
también me enseñó por donde paren las mujeres y por qué paren, con él aprendí a
fumar hojas de periódicos y a trepar árboles, por grandes que estos fueran.
Anacle me defendía en la escuela de los que querían pegarme o se burlaban de mi
excesiva gordura. Él fue como el hermano que nunca tuve, yo sin él no habría
conocido nada de lo que ahora conozco ni habría sabido nada de lo que ahora sé.
Por eso lo quiero y lo respeto pero también le temo.
Yo le he visto hacer cosas muy
malas, por ejemplo eso de matar los gatos es cosa bien fea en él: los busca,
los acecha, los enlaza, los ahorca, los destripa, los entierra. Y yo le ayudo
en la tarea, no puedo dejar de ayudarlo porque de lo contrario me acusa de
maricón y no me defiende de los que quieren pegarme. De Anacle dicen que es el
mejor trompón de toda la escuela y por eso nadie se mete con él; pero,
definitivamente, hace cosas muy feas y también mata a otros animales, por
gusto, por malo: rompe los huevos de los nidos o si no los huequea con una
aguja y me obliga a chupar el interior o él mismo se lo chupa; aplasta a las
filas de hormigas, las destruye saltando sobre ellas al tiempo que se ríe a
carcajadas, es como si odiara la vida, sobre todo la vida pequeña, la
indefensa. Y su odio a los gatos es porque cuando él era niño, de andar
gateando, la gata Fefa del abuelo, una angora blanca a la que se había mimado
demasiado, le pegó un rasguñón tan tremendo en la cara que le dejó una lacra
imborrable cruzada sobre la frente y un ojo de menos. Esa mutilación es la que
lo hacía malo. Tuerto anormal, le decía la tía Rita siempre que le reprochaba y
Anacle se remordía y lloraba. Y el abuelo lo detestaba, éste no es carne de mi
carne ni sangre de mi sangre, decía, a este tuerto lo engendró el diablo. Le
había prohibido hasta la entrada en su cuarto y, si alguna vez lo veía, se
llevaba las manos a los ojos simulando que se los tapaba y gritaba uuuuyyyyy el
tuerto. Y Anacle volvía a llorar por el único ojo, porque después de todo él
también era un niño.
Posiblemente el abuelo cargaba esa
enfermedad desde mucho antes, pero recién comenzó a presentársele con más
fuerza cuando llegó a la última etapa de su vida. Esa enfermedad horrible que
le iba devorando miembro por miembro a medida que corrían los meses. Primero
los dedos de los pies, después de los talones, las pantorrillas, las rodillas,
todo. Y el viejo desesperado, más loco de lo que siempre estuvo, se pasaba
gritando, más bien aullando, encerrado en una habitación apenas iluminada por
una claraboya a la que solo teníamos acceso mi madre y yo. Ella para
alimentarlo y asearlo y yo dizque para consolar su dolor. En ti creo Manuel,
comenzó a decirme una época en los ratos cuando no estaba gritando de dolor,
vos eres mi única esperanza, vos serás obispo y traerás a Dios a esta casa.
Pero cuando gritaba era desesperante, los gritos le entraban a uno por todo el
cuerpo, quedaban vibrando adentro, hacían doler la cabeza. Yo me tapaba los
oídos con las dos manos pero era inútil los gritos me entraban entre dedo y
dedo y el efecto era igual que silos oyera a oreja pelada. Mamá lloraba y decía
señor apiádate de él llévatelo, no lo hagas sufrir así, mándale la muerte como
una bendición, y desde que oí eso a mamá, me entró la idea de malar al abuelo.
Anacle —le propuse una tarde que
regresábamos del vado— por qué no matamos al abuelo.
Él se quedó mirándome con su único
ojo de arriba a abajo, dio un paso hacia atrás y preguntó entre balbuceos:
¿có-mo-có-mo-ma-tar-al-abue-lo? Sí —le respondí seguro de lo que decía— porque
esa enfermedad que tiene lo hace sufrir mucho.
Y porque es un viejo de mierda también
—dijo Anacle ya repuesto de la sorpresa y más bien resuelto, inflado su
instinto malévolo, dispuesto a llevar a cabo mi propuesta con rapidez, con la
mayor eficacia. Bien, dijo después de un prolongado silencio, matemos al
abuelo, vos por piedad y yo por venganza, este viejo miserable se ha burlado de
mí con exceso, me ha humillado, me ha despreciado. Pero tampoco te hagas el
inocente Manuel, porque vos también lo odias, no es por piedad la tuya, como
ahora me dices, vos me contaste una vez, acuérdate, que lo odiabas porque él
quería hacerte obispo a la fuerza, y vos bien sabes que con el abuelo muerto
podrás hacer lo que quieras. No es solo piedad la tuya, los dos vamos a matarlo
por gusto, como matamos a los gatos. Y a medida que Anacle iba hablando, a mí
me fue entrando un miedo tremendo, un miedo de Anacle, de mí mismo, por la idea
espantosa que había inculcado en él. Comencé a sentirme culpable, me sentí ya
asesino del abuelo. Entonces decidí escaparme de Anacle, busqué pretextos para
no encontrarme con él, simulé una enfermedad para no ir a la escuela, tampoco
podía ver al abuelo, no tenía el valor de mirarlo después de lo que acordamos
con Anacle, tampoco podía dormir, las pesadillas me asaltaban apenas cerraba
los ojos. ¿Qué te pasa Manuel? me interrogaba mi mamá, vos no estás enfermo del
cuerpo, como dices, sino del alma, anda confiésate, algún pecado grave has
cometido, mi Manuel, algo te traes entre manos con el tuerto ese anormal de tu
primo, si no por qué le corres, cuéntame a mí para yo hablar con mi hermana
Rita y que le castigue si ha hecho algo malo, háblame. Pero yo no podía hablar,
cómo hubiera podido contarle a mamá lo que había ocurrido, y para no despertar
más sospechas, regresé a la escuela, me encontré con Anacle en los corredores y
él me dijo en cuanto me vio:
Mañana vamos a matar al
abuelo.
Y me enseñó aquella soga
anudada y su ojo perverso; entonces, así como se me ocurrió matar al abuelo
cuando oí a mi madre que clamaba para que cesara su sufrimiento, también
resolví impedir que Anacle lo matara, aunque le dije para evitar su ira que sí,
que mañana lo matamos, con la condición de que él no sufriera. Al día
siguiente, apenas amaneció, yo me llegué hasta el cuarto del abuelo y allí me
instalé junto a él, a oír sus gritos horribles y escuchar las esperanzas que
ponía en mí.
Hace rato que no venías ni Manuel,
tu mamá me dijo que estabas enfermo, qué tenías hijo, ven acércate, ven a mi
lado, consuela a este pobre viejo, qué te pasa que no te acercas, Manuel...
Anacle llegó a las once de la
mañana, cuando no había nadie en la casa, entró sigiloso, abrió ligeramente la
puerta del cuarto y al mirarme exclamó en voz baja:
Ah, ya estás allí mariconcito,
pensé que te habías arrepentido.
El abuelo entreabrió sus ojos, vio
a Ánade y presintió algo malo. Se quedó muy quieto tratando inútilmente de
alcanzar mi mano. El tuerto, musitó, el tuerto Ánade, qué quiere aquí, no lo
dejes entrar Manuel, no lo dejes que está endemoniado. Ánade se paró al filo de
la cama, se levantó la camisa y comenzó a desanudar lentamente la soga que
llevaba atada en torno de su cintura. Cuando acabó la operación, alzó la soga
anudada en forma de horca y dijo, dirigiéndose al abuelo:
He venido a matarte viejo cabrón.
Vamos a matarte Manuel y yo. Vamos a cobrarnos.
El abuelo gritó, se revolvió en su
lecho. Me llamó implorante. Nadie, sin embargo, se percataría de sus gritos:
todos en la cuadra estaban acostumbrados a sus terribles alaridos. Yo temblaba.
Anacle se subió de un salto sobre la cama, enlazó al abuelo por el cuello con
extrema temeridad, sin que éste pusiera ninguna resistencia, y comenzó a
apretar el nudo. El abuelo dejó de gritar y trató de buscar con su mirada extraviada
mis ojos. Manuel, alcanzó a balbucear. Entonces ya no pude aguantar más y me
puse de pie.
Anacle alzaba al abuelo, poniendo
en la empresa toda su fuerza y energía, por eso nada pudo hacer cuando yo,
desde atrás, lo golpeé en la espalda con el fierro que siempre tenía el abuelo
bajo su cama. Anacle se cayó hacia un lado, tocó con su cuerpo primero el filo
de la cómoda y después el suelo, donde se quedó inmóvil, quejándose. El abuelo
todavía vivía. Yo me arrodillé a su lado, le zafé la atadura y comencé a
acomodarle en la cama, cuando de pronto sentí que por debajo de las cobijas
salían sus manos artríticas, semejantes a raíz de árbol, y se agarraban de mi
garganta con una fuerza tremenda, desesperada y, en seguida, comencé a sentir
que me moría, que me faltaba el aire, que ya no podía respirar, y no sé cómo,
estiré la mano hacia un lado y alcancé a sujetar el fierro con el que golpeé a
Anacle y con las últimas fuerzas, que tampoco sé de dónde me salían, estrellé
contra la cara del abuelo la varilla de acero: su rostro se abrió como una
fruta de agua, sus manos se soltaron de mi cuello. Anacle, puesto ya de pie,
mirándome orgulloso con su único ojo, perdonándome por el golpe que le di,
exclamó con soma;
Sigamos Manuel que todavía vive.
Ahora es mi turno.
sábado, 13 de septiembre de 2014
TEXTO 2 TERCERO BGU
LA
NOCHE BOCA ARRIBA
Julio
Cortázar
Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos;
le llamaban la
guerra florida.
A
mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a
la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le
permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos
diez; llegaría con tiempo sobrado adónde iba. El sol se filtraba entre los
altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando, no
tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre
sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.
Dejó
pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con
brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más
agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de
árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta
las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero
corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por
la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario
relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada
en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde
para las soluciones fáciles. Frenó con el pie y con la mano, desviándose a la
izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión.
Fue como dormirse de golpe.
Volvió
bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de
debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando
lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho.
Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban
con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había
estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de
dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba
hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que
rasguños en la piernas. "Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo
saltar la máquina de costado..."; Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo
de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago
que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.
La
ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla
blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba
bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo
acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba
sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se
sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El
vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada.
"Natural", dijo él. "Como que me la ligué encima..." Los
dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena
suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de
ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros,
cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo
rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y
vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo,
sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera
sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi
contento.
Lo
llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía
húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de
operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso a mirar
la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban
de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo,
con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una
seña a alguien parado atrás.
Como
sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores.
Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las
marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en
cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía
huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas
que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en
lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que
sólo ellos, los motecas, conocían.
Lo
que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del
sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no
había participado del juego. "Huele a guerra", pensó, tocando
instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un
sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no
era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de
un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del
gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía
esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama
quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor a guerra. Se enderezó
despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor,
ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón
de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para
tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar
a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en
tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada del olor que más temía,
y saltó desesperado hacia adelante.
-Se
va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto,
amigazo.
Abrió
los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala.
Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la
última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con
pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero
no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche.
La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero
saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el
diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna
pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera
rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa
aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino.
Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo
sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando
blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de
teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como estar
viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y
quedarse.
Vino
una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un
trozito de pan, más precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a
poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían
suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los
ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no iba a
ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua
por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de
felicidad, abandonándose.
Primero
fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante
embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad,
aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el
resto. "La calzada", pensó. "Me salí de la calzada." Sus
pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin
que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante,
sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para
escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a
verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin
saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como un escorpión de los pantanos
hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios
musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy
Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que
los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y la espera en la
oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida
había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía
refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada más allá de la
región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en
la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba,
sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la
señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo
sagrado, del otro lado de los cazadores.
Oyó
los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se
incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy
cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó
al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya
lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos
veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.
-Es
la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé
del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.
Al
lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció
deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un
ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja.
Todo era grato y seguro, sin acoso, sin... Pero no quería seguir pensando en la
pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del
brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían
puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete,
golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios
con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le
dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la
moto. ¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el
momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un
vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo
habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y
al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una
eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera
pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe
brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había
sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor
del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con
todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era
raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo
el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su
garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de
veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se
iba apagando poco a poco.
Como
dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse,
pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró
la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas
direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las
sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en un suelo
de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas.
Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo
habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del
final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los
atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras
del templo a la espera de su turno.
Oyó
gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un
quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo
su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable.
Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían
ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía
abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de
goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los
cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse
de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte,
tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la
doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas
ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le
acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos
sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo
aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre boca
arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los
portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de
paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora
lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de
roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en
vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la escalinata
incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero
ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero
todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo
brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el
amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida.
Salió
de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra
blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían
callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de
imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó buscando el
alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus
párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y
se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba
despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen
sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba
mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último
esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a
tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía
interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca
arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose
como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna
menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente
se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo
raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna
mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo,
y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado, y de
golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los
pies del sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas
del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por
despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez
inmóvil en la cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y
cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía
hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los
párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto,
que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un
sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con
luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de
metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también
lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un
cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos
cerrados entre las hogueras.
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