UN
PROBLEMA DE ORTOGRAFÍA Y DE MORAL
Ramiro
Díez
Aunque no lo crean,
sucedió en un país latinoamericano. Allí el Capitán Cruz, torturador
vocacional, decidió pedir la baja. Aquello era una sorpresa porque la milicia
era su razón de ser.
La disciplina, con sus
sufrimientos —propios y ajenos—, era sagrada. Disfrutaba de las madrugadas
frías, del hambre, del sudor, de los esfuerzos brutales. Su premio era recibir
castigos por no cumplir una misión, o porque a alguien le daba la gana.
Aceptaba y repartía gritos y humillaciones.
Algunos no soportaban
el ritmo: morían en su empeño, de infarto, insolados, desbarrancados, pateados,
desertaban, o una noche se destapaban la cabeza con un tiro de fusil, sin
escribir nunca la carta aclaratoria.
Cruz no podía quejarse.
Gozaba de un ascenso y del respeto y temor entre la tropa. Pero un día, sintió
que el ejército le quedaba pequeño. Se retiró, y se vinculó a un grupo que
contaba con idénticas facilidades y sin restricciones: un escuadrón paramilitar
de extrema derecha.
Pagado por manos
clandestinas que todos conocían, Cruz recorrió los lugares donde había
insurgentes o sospechosos de ser sospechosos. Así, de pueblo en pueblo, detenía
a pocos, torturaba a muchos, y desaparecía a más, incendiando, sembrando el
terror. Donde sus botas pisaron no quedó un rancho en pie, ni una familia
completa. Con su presencia, la noche y el día se llenaban de alaridos de terror
y después de silencio. La tierra se bañaba en sangre y los ríos llevaban
muertos flotando, sin pudor, con las aves de rapiña en sus barrigas hinchadas,
como macabras banderas de muerte y advertencia.
Al final fue tanto el
terror acumulado que, a pesar del miedo, hubo voces que se levantaron.
Entonces, para tranquilizar a la opinión pública, sus superiores y compinches
lo denunciaron: él solo pagaría todos los platos rotos. Cruz fue llevado a
juicio y condenado. La sentencia decía: “treinta años de prisión por genoSidio
(así, con ´s´)…”
Cruz volvería a ser
libre al cumplir sesenta años. Pero para su abogado, que algo sabía de
ortografía y cómo sobornar secretarias que transcribieran sentencias a máquina,
aquel fue el momento de la salvación: en el Código Penal no estaba considerado
el delito de “GenoSidio” con “s” que se le imputaba a Cruz.
La reclamación del
abogado defensor era clara y perversa: “Ese delito no existe”. Era verdad,
desde la ortografía y desde la perspectiva inmoral de la ley. El juez ordenó la
libertad para Cruz. Los muertos no pudieron reclamar por haber sido asesinados,
o “hacecinados”.
Hoy en las calles, Cruz
se ha convertido en predicador de no digo qué. En la vida, los peores crímenes
son los que se cometen al amparo de lo legal.